lunes, 28 de agosto de 2017

MONSIEUR PROUST

Céleste Albaret trabajó en casa de Proust. A los ochenta y dos años contó a Georges Belmont los últimos nueve años de su vida con Marcel Proust. Todo mi trabajo ha consistido en respetar esta voz, y organizarlo todo por temas y capítulos. Marcel Proust escribió al final de su vida En busca del tiempo perdido. Novela dividida en siete partes. Proust vivió  aislado del mundo en una habitación recubierta de láminas de corcho fijadas con listones de madera para impedir la entrada del ruido. Hacia una vida al revés, fuera del tiempo, para poder reencontrarlo. Los postigos de la habitación y las cortinas estaban siempre cerradas. Utilizó el asma como excusa para poder recluirse más en su trabajo y que nadie lo molestara. Era un inútil para todas las cosas sencillas de la vida. Yo, que nunca había hecho una cama, me vi en un apuro y armé un lío con las sábanas. Acabé durmiendo sobre el colchón desnudo. Dormía de día y escribía de noche, siempre echado en la cama. Como padecía asma, lo primero que hacía nada más levantarse era la vaporización de unos polvos especiales, y, como el olor de las cerillas habría podido provocarle un sofoco, encendía el polvo con un trozo de papel blanco que previamente prendia en una vela encendida día y noche. La relación con el mundo exterior era a través de la correspondencia, los periódicos, las descripciones que le hacían los amigos que le visitaban y las reuniones en salones de moda a los que era invitado. Cuando llegaba de estas reuniones le esperaba Céleste para abrirle la puerta porque no sabía ni dónde tenía las llaves. Vivió de la fortuna de sus padres y del tío abuelo Louis. No puedo más.
Al final de su vida surgió otra particularidad relacionada con el correo exterior. Su miedo a los microbios había aumentado. Hasta el punto de ponerse guantes en la cama cuando recibía a ciertos visitante cuya salud le inspiraban dudas, porque les conocía o demasiado poco o demasiado bien. Permanecía con los guantes puestos hasta que la persona se marchaba, por miedo a los gérmenes que le podían transmitir el contacto con su mano. Me hizo comprar un aparato, una caja alargada, donde se metía en formol las cartas antes de que las tocara y de nuevo una vez abiertas. Era un artefacto muy ingenios, hasta tal punto que, después de su muerte, a su hermano le llamó la atención y se lo llevó, asegurando que le sería muy útil.

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